Me he comprado un bloc de dibujo
Uno bien barato, para convencerme de que así puedo disfrutar sin la obligación de ser constante, ni mejorar, ni convertirme en la próxima Berthe Morisot.
Me fascinan las chicas que pintan con acuarelas. De esas que romantizan su vida capturando momentos fugaces en un cuaderno de viaje o que dibujan flores y paisajes. “Quiero ser como ellas”, pienso cada vez que aparece en mi Para Ti un vídeo de una chica que empapa su pincel con delicadeza para colorear. El problema es que, como todas las artes y oficios, la acuarela no se domina en cinco minutos.
Por gráciles y elegantes (aesthetics de la vida) que resulten todas esas artistas al ojo del espectador, pintar con acuarelas es mucho más difícil de lo que parece. Igual que con la cerámica, se supone que armarse con un pincel resulta relajante, una experiencia casi mística de conexión con una misma y una vía de expresión… a no ser que seas una perfeccionista crónica que se enfurece cuando las cosas no le salen a la primera.
La acuarela requiere talento para combinar y elegir colores; estrategia, porque una vez que has coloreado el papel, no puede modificarse, así que tienes que tener claro qué vas a hacer de antemano, empezando por lo más claro y terminando con lo más oscuro. Es preciso tener un buen pulso y dominio del pincel; saber qué cantidad de agua aplicar para encontrar la pigmentación adecuada; conocer las distintas técnicas y para qué se utiliza cada una… hasta la inclinación del papel es importante.
Yo, por supuesto, no sabía nada de esto el primer día que rescaté mis viejas acuarelas escolares de un cajón y llené una taza que nunca uso con agua.
Es lo frustrante de las personas talentosas, con mucho oficio y estudio detrás: hacen que producir una obra de arte parezca fácil. Enseguida me di de bruces con la realidad de que, si de verdad me apetecía pintar, los resultados tardarían mucho en llegar. Iba a tener que empezar casi de cero. Y a aceptar que dibujaré un montón de porquerías feísimas y bochornosas por el camino. Pero bueno, dicen que para llegar a ser excelente en algo, el precio a pagar es dar un poco de vergüencita ajena (o cringe, que para algo estamos chronically online) al principio.
“Mira lo que he dibujado, mamá”, y que tu madre sonría y te diga “qué bonito, qué bien lo haces” cuando, en realidad, no sabe si has dibujado un coche en un parque o una foca jugando con una pelota… queda más adorable cuando tienes ocho añitos que cuando tienes treinta.
De pequeña, dibujar y leer eran las dos cosas que más me gustaban en el mundo, las que hacían que el tiempo pasase en un parpadeo. Ese estado de flow sobre el que tanto se teoriza cuando eres adulto lo encontramos en la infancia sin ningún esfuerzo: basta con hacer lo que te gusta, se te dé bien o mal.
Seguí dibujando durante mi adolescencia, como buena fan del manga y el anime, y no es que mis dibujos fuesen desastrosos, pero tampoco eran prodigiosos. Aun así, solo hacía porque me divertía. Jamás se me pasó por la cabeza dedicarme al arte ni nada por el estilo; era demasiado responsable para eso (perfeccionista y responsable, la receta perfecta para tener burnout cada dos semanas de mayor). Además, estaba rodeada por personas que sí eran talentosas: amigas que dibujaban retratos hiperrealistas que quitaban el aliento, o con una visión artística tan única que solo podían dedicar su vida a desarrollarla aún más.
Así que llegó el momento (agobiada por el futuro, los exámenes y la vida adulta asomándose a la vuelta de la esquina) en que dejé de lado los blocs de dibujo, los lapiceros y la tableta gráfica porque tenía demasiadas tareas pendientes como para pasar el rato sin más. Y, sin darme cuenta, cada vez pasó más tiempo entre una sesión de dibujo y otra, hasta que no me acordaba ni de cómo se sostenía un pincel.
Hace unas semanas me invitaron a una presentación muy original de un libro (Lo que habita en los sueños). En lugar de sentarnos a escuchar a la autora hablar sobre los detalles de su novela sin más, íbamos a crear nuestra propia obra de arte. Uno de los personajes de la historia era pintora, y un cuadro misterioso un elemento central en la trama. Con estos detalles en mente, la editorial nos llevó a un taller de pintura donde nos dieron un lienzo, pinceles, pintura acrílica y delantales usados, con manchas secas por doquier. Nos guiaron paso a paso y pintamos, como pudimos, un bodegón.
El resultado, teniendo en cuenta que ninguno de nosotros se dedica a la pintura, no fue gran cosa, pero las dos horas que pasamos pintando con música ochentera de fondo pasaron con la misma velocidad de vértigo con la que fluía el tiempo cuando era una niña. Ni me acordé de mirar el móvil una sola vez (estar pringada de pintura y manchar todo lo que tocas ayuda a que te concentres).
Hacía tiempo que no me sentía tan feliz, con la mente completamente vacía.
A lo mejor no hace falta ser talentoso en algo, ni practicar tanto como para convertirte en una profesional, para disfrutar del arte, de la escritura, de la fotografía, de la cocina, de la orfebrería… o de lo que quiera que te pique el gusanillo.
¿Y quién tiene tiempo y dinero para dedicarse a pintar al óleo?
No sería la primera vez que alguien (esa alguien soy yo) se viene arriba y afirma: “¡Voy a pintar todos los días!”, y después se gasta una fortuna en materiales que se estropean sin apenas usar, en alguna caja olvidada debajo de la cama.
Por eso esta vez he sido prudente y he empezado con un compromiso que ocupa menos espacio y es mucho más barato.
Me he comprado un bloc de bocetos más pequeño que la palma de mi mano.
No me he propuesto crear ninguna obra de arte, tampoco pintar todos los días. Solo a experimentar en él, a probar todos los materiales que tengo cogiendo polvo en un cajón desde que tenía veinte años y a aplicar las técnicas que veo en Pinterest y que me parecen divertidas, aunque sepa que no me va a quedar igual que a la artista experimentada que la aplica. Divertirme. Supongo que esa es la palabra. Resulta que me divierte dibujar. Pero mi perfeccionismo (el que me dice que valgo tanto como lo que consigo) es el aguafiestas que viene a quejarse de que la música está demasiado alta.
Pero, ¿qué más da si lo hago bien o no? Solo es un bloc de seis euros que compré en la sección de manualidades.
Solo estoy pintarrajeando.
No tengo que exigirme constancia ni mejorar.
¿Conseguiré que siga la fiesta aunque el perfeccionismo amenace con llamar a la policía?
Deseadme suerte, y si os sentís identificadas con lo que cuento… comprad un bloc de notas y haced la prueba conmigo.
¡Hola, brownies!
¿Qué tal habéis estado? ¿Habéis podido descansar estas vacaciones? Espero que sí, y si no, tampoco pasa nada. A veces nos presionamos tanto por disfrutar al máximo de nuestro tiempo libre como por ser productivos. Que sea lo que tenga que ser. Yo he pasado la Semana Santa leyendo unas cuantas novelas asiáticas rarunas de esas que tanto me gustan y tratando de ignorar que la deadline de mi próxima novela está al acecho (¡Ayuda!).
🎵 La recomendación de la semana
Últimamente, mi cerebro conecta muchísimo con la música de cantautoras y grupos de chicas más o menos indie o que están en ascenso. Apuntad el nombre de Rachel Chinouriri, porque lo está petando, pero aún estáis a tiempo de decir: “yo la escuchaba antes de que fuese (tan) famosa”. Si te gustan Conan Gray, Chappell Roan, Harry Styles o Sabrina Carpenter, el pock-rock indie (o lo que sea), colorido y simpático (pero también profundo y emotivo) de esta cantante te va a hacer cosquillitas de felicidad en el cerebro. Puedes empezar con All I Ever Asked of You o Never Need Me.
📹 El contenido de la semana
¡Por fin he vuelto a YouTube después de un año con muchos parones! Espero traeros muchos vídeos de charleta literaria, aunque decidme si hay otros temas que os apetece que toque. En mi vídeo más reciente repaso mis últimas lecturas: Soy toda oídos, Amanecer en la cosecha y Contrataque a los 30, entre otros. Haz clic aquí para verlo.
¡Y eso es todo por hoy, Brownies! Espero que, si no tenéis vuestro propio bloc de dibujo, o bloque de arcilla, o lana para hacer punto, os replanteéis empezar cuanto antes a crear sin ningún propósito. ¡Gracias por leer!
Yo hice exactamente lo mismo con la escritura. Me compré un cuaderno barato y me propuse escribir por divertirme, por expresarme, si pretender llegar a nada. Qué difícil es dejar de lado nuestra parte perfeccionista!
Literalmente yo con mis cuadernos. Curioso como cuando abandonas la presión y la autoexigencia todo fluye más. A veces permitirte hacer algo mal hace que te salga bien ✨